EL LITORAL, Noviembre 2 de 1967

SEVILLA

Para ir de Madrid a Sevilla hay que cruzar la Mancha y trepar por la Sierra Morena. Es decir, que hay que atravesar de norte a Sur la geografía de El Quijote; que basta al viajero más despreocupado e inadvertido en achaques literarios, al llegar a ciertas regiones, como Alcazár de San Juan, los clásicos molinos de viento con sus aspas al aire le recuerdan los desaforados gigantes que, al seguir su derrota por los campos de Montiel, embistiera temerariamente Don Quijote. Y luego, cuando la tierra comienza a empinarse y aparecen las rocas escarpadas y abruptas sucediéndose cada vez más elevadas, ariscas y ásperas, nos vamos adentrando en las mismas entrañas de la Sierra Morena por donde el héroe de la Mancha pasó las más raras aventuras y donde a imitación de Beltenebros hizo, en memoria de su Dulcinea, la más extraña y desconcertante penitencia. Así se llega al famoso desfiladero de Despeñaperros, vinculado a antiguas anécdotas y leyendas de bandoleros y contrabandistas y comunicación obligada entre Castilla y Andalucía por donde pasaron los moros hasta el centro de la península y por donde, luego, en sentido contrario, pasaron los cristianos en la reconquista.

Pero esta región del sur de España por donde entramos a Andalucía, aureolada por ese romántico recuerdo literario; por los episodios históricos que allí se desarrollaron, como la batalla de las Navas de Tolosa donde los cristianos derrotaron a los moros en el siglo XIII, o Bailén, la batalla en que los españoles vencieron a los franceses el siglo pasado y en la cual se vinculó heroicamente el nombre de San Martín; y por el renombre que le dieron sus pintorescos bandidos que divulgaron los grabados en madera, de revistas y libros del pasado siglo, tiene entre sus rocas de granito y de pizarras los ricos filones que convierten a esa región en uno de los primeros centros productores de plomo en el mundo.

Entramos así, luego de cruzar la Sierra Morena, a la vasta región que se extiende desde el Guadalquivir y el Guadiana hasta las arenas del Atlántico, formada por quebradas y llanuras cubiertas de olivares y viñedos y ricas tierras de sembradura que dan a Andalucía el carácter de una fértil región agrícola mientras pace el ganado en los pastos naturales de las montañas en la proximidad de pueblos y ciudades se levantan modernas fábricas y fundiciones y entre las fábricas, en especial, las de cerámica y de tejidos.

El río Betis de los romanos, que los árabes llamaron Guadalquivir, ganó tierras al mar a expensas de la comunicación que en épocas remotas existió entre el Atlántico y el Mediterráneo por una profunda falla geológica, como el Paraná a lo largo de la falla cuyo borde forma las barrancas entrerrianas; y como Santa Fe, levantada sobre terrenos de aluvión así también se levantó Sevilla la antigua Hispali, la Rómula Augusta de los romanos o Isbillán de los árabes, entre esteros y brazos de río.

Hay ciudades que como ciertas personas, parece en el primer encuentro se nos adelantaran brindándonos abiertamente toda su amistad, y una de esas ciudades es Sevilla. Recuerdo que al salir del trajín y bullicio del andén de la estación y asomar a la calle, sentí intensamente esa sensación. Fue este caso personal el efecto de una especie de influencia telúrica, por la naturaleza del suelo, la pureza del aire embalsamado por el perfume de los azahares, la diafanidad de la atmósfera; la presencia de aquellos antiguos "coches de plaza", los clásicos "mateos" que ruedan al galope de un caballo, con alegre tintineo de cascabeles y campanillas; o "el olor ario" queme trajo vivamente el recuerdo del río nuestro, lo queme hizo sentir de inmediato ese entrañable sentimiento que a veces se apodera de nosotros al llegar por primera vez a una ciudad, de la que ya, en ese mismo preciso momento, pensamos con cierta melancolía que debemos abandonar luego.

La primera visión característica que tuve de Sevilla fue la Torre del Oro junto a uno de los muelles del Guadalquivir por donde entraban los galones cargados del tesoro de las Indias de Occidente. La Torre del Oro fue construida por los moros en el Siglo XIII con su planta poligonal de doce lados en piedra y ladrillo y un recubrimiento de azulejos dorados que le dieron el nombre. Sin embargo, la gente del pueblo -lo supe por boca del taxista aquella noche de mi llegada rumbo al hotel- dice que ese nombre le viene de haberse depositado allí el primer oro que trajo Colón del Nuevo Mundo.

A la mañana siguiente enderecé mis pasos hacia el Archivo General de Indias y, de camino, di con la inmensa mole de la Catedral, construida el siglo XV en el estilo característico de las postrimerías del gótico. Dicen que cuando los canónigos del Cabildo eclesiástico resolvieron levantarla, dijeron muy ufanos y arrogantes: "Fagamos un templo tal y tan grande que nos tengan por locos los venideros". Y el templo así se levantó cubriendo una superficie de sesenta y seis metros de ancho, ciento diez y siete de largo y cincuenta y seis de alto en el crucero, con siete naves rodeadas en lo alto de magníficas vidrieras; con dos espléndidas y descomunales rejas platerescas que cierran el presbiterio; una estupenda sillería del Coro de tallas góticas y taraceas moriscas y dos grandes, grandísimos órganos, que se elevan hasta la clave de las ojivas. Por sus dimensiones sólo la sobrepasan las catedrales de San Pedro de Roma y de San Pablo de Londres.

Pero si como querían los canónigos que "los venideros" les tuvieran por locos, no les tenemos tanto por la magnífica catedral como por haber destruido la antigua mezquita donde la levantaron; que es locura en todos los tiempos, que lleva, como llevaba a los moros a destruir las iglesias de los pueblos cristianos que conquistaban, a borrar y destruir la obra del enemigo vencido.

Esta mezquita en cuyo lugar se levanta ahora la catedral se empezó a construir a mediados del siglo XIII. Con este fin llegaron a Sevilla, no sólo de España sino también desde Marruecos los más insignes alarifes de la época y con ellos expertos ebanistas, yeseros, tallistas, ceramistas, marmoleros, pintores; un verdadero ejército de operarios que concretaban en el espacio los proyectos trazados por el arquitecto moro Almed Membaso, cuya fama se habla extendido y cimentado después de proyectar y dirigir la construcción de las fortificaciones del peñón de Gibraltar.

Esta grandiosa y monumental mezquita se levantó en el sitio de la primitiva construida, a su vez, sobre las ruinas de un templo visigótico, que por sus escasas dimensiones no bastaba a albergar en su recinto a todos los fieles que en gran parte se vejan obligados a seguir desde el exterior la plegaria del viernes que el imán, de turbante y vestido de blanca túnica, dirigía de espaldas al público y orientado hacia la Meca desde el mihrab, especie de nicho pequeño cuyo fin es indicar dónde los fieles deben dirigir la oración. Fue tal el empeño que se puso en esta obra insigne que se terminó al cabo de tres años, con sus puertas y techumbres de riquísimas maderas esmeradamente pulimentadas; con la primorosa labor de yesería de bóvedas v muros, con el brillo deslumbrante de las aplicaciones de plata y oro y con las inscripciones en caracteres cúficos sobre planchas de bronce o en azulejos 'vidriados de zócalos y frisos, cúpulas, archivoltas y pechinas, con piadosas alabanzas a "Alá clemente y misericordioso" y versículos del Corán. Un cronista mono que vio desde los cimientos levantarse esta obra, afirmó que era el edificio más hermoso y admirable que se había visto y que había superado con creces a todos los que con anterioridad se hablan levantado; y fue tal la admiración y el entusiasmo que despertó esa obra que para darle mejores perspectivas se trasladó el zoco a otro sitio y se ampliaron las calles inmediatas.

De la antigua mezquita se conserva la torre almohade levantada sobre piedras romanas en 1184, rematada por cuatro manzanas doradas de gran precio en 1198, hasta que después que San Fernando conquistara a Sevilla, en la segunda mitad del siglo XVI, la torre de la mezquita se coronó con veinticinco campanas y una colosal imagen de la Fe que sirve de veleta y que le dio el nombre de Giralda.

Pero tanto como la Giralda que se trepa y aúpa sobre los techos de la ciudad con la imagen de la Fe que por la función a que está destinada sigue aquí les cambios y oscilaciones de los vientos, fueron las gradas de la catedral los que también reclamaron mi atención y despertaron en mi una suerte de simpatía. Porque estas gradas de la catedral que por antonomasia se llamaron las gradas de Sevilla, están íntimamente vinculadas a la historia de la Conquista, pues fue el punto de reunión de todo aquel gentío abigarrado e inquieto que puso sus esperanzas en las lejanas Indias de Occidente venida desde los más apartados rincones de la Península y, desde luego, desde la misma Sevilla, que dejaron luego sus nombres en la conquista del Río de la Plata como Diego de Abreu, compañero de Don Pedro de Mendoza; Nicolás de Monardes, médico y botánico, autor de libros de medicina y de descripciones de América, que formó un jardín botánico y experimental con las plantas traídas del Nuevo Mundo; Martín Suárez de Toledo, padre de Hernandarias y "promotor" de la expedición de Juan de Garay que fundara Santa Fe; y aquel famoso piloto y cartógrafo, Alonso de Santa Cruz, que fue con Gaboto y que trazó el primer piano del actual territorio de Santa Fe, con el Paraná y sus islas y el Carcarañá con sus timbúes.

Y he aquí, como, donde pongo mis ojos en esta tierna de España, siempre hay algo por donde me sale al encuentro el recuerdo de la patria lejana.


Domicilio: 25 de Mayo 1470 - Santa Fe de la Vera Cruz - La Capital - Santa Fe - República Argentina - Código postal: 3000
Teléfono: (54) 0342 4573550 - Correo electrónico: etnosfe@ceride.gov.ar
Página web: http://www.cehsf.ceride.gov.ar/